El género vernáculo

Joaquín Mortiz / Planeta, 1990. 207 pp.ISBN 968-27-0379-4

La transcripción aquí presentada se refiere a la edición 1990, se mantiene la referencia del número de página en la versión impresa para uso del lector (números en azul). También están señaladas con amarillo las palabras con futuros enlaces de hipertexto. (NDE)
 

El género vernáculo

ÍNDICE

  • Agradecimientos 5
  • Acerca de las notas tituladas 7
  • I. Sexismo y crecimiento económico 9
  • II. El sexo económico 29
    La economía registrada, 29; la economía no registrada, 43; el trabajo fantasma, 52; la feminización de la pobreza, 71
  • III. El género vernáculo 78
    La complementariedad ambigua, 81; el sexismo sociobiológico, 87; el sexismo de las ciencias sociales, 91
  • IV. La cultura vernácula 101
    El género y las herramientas, 102; el género, la renta, el comercio y las artesanías, 105; el género y el parentesco, l l l; el género y el matrimonio 113
  • V. Los dominios del género y el medio vernáculo 118
    Espacio/tiempo y género, 119; el genero y el hogar, 133; el género y la percepción de la realidad, 142; el género y el habla, 149
  • VI. El género a través del tiempo 157
    El género y la trasgresión, 159; el auge de lo heterosexual, 164; la iconografía del sexo, 178
  • VII. Del género roto al sexo económico 189

AGRADECIMIENTOS

La ruptura con el pasado, descrita por otros como la transición a un modo capitalista de producción, la describo aquí como el tránsito de la égida del género al régimen del sexo. En este libro resumo la posición a la que llegué en una conversación con Barbara Duden, misma que surgió a raíz de una controversia entre nosotros. Originalmente el tema era el estatuto económico y antropológico del trabajo doméstico en el siglo XIX, lo cual traté en Shadow Work. Considero que este ensayo es un paso más hacia la historia de la escasez que deseo escribir. En el caso de Barbara Duden, no me es posible recordar cuál de los dos guió al otro hacia una nueva percepción, sin dejar de ser críticos de nuestras perspectivas originales. Mi colaboración con Lee Hoinacki fue diferente; siguiendo una costumbre ya de veinte años, nos reunimos para hablar de lo aprendido en el último año. Estuvimos durante dos semanas en su casa y revisó mi borrador. Al discutir y escribir con él ahí y posteriormente en Berlín, mi texto adoptó una nueva forma. A menudo nuestras conversaciones eran interrumpidas por la risa y el deseo expreso de que el lector lograra compartir nuestro gusto por escribir. Al leer la versión final, no puedo distinguir qué fue lo que cada quién escribió. Sin su colaboración, sin duda nunca habría escrito este texto.

Para este libro utilicé el material de varias conferencias que formaron parte de mi curso sobre la historia social del siglo XII cuando fui profesor invitado en la Universidad de Kassel (1979-1981). Recuerdo con gratitud a Ernst Ulrich von Weizsacker, Heinrich Dauber y a mis estudiantes por su paciencia y valiente crítica.
Quiero agradecer especialmente a varias personas por lo que aportaron en sus conversaciones conmigo. Norma Swenson me hizo reconocer la principal debilidad de Némesis Médica: su perspectiva unisex. Las reflexiones de Claudia von Werlhof sobre el ángulo ciego de la percepción económica me llevaron a discutir sus dos caras, la economía fantasma y el dominio vernáculo, ambas igualmente descuidadas aunque no igualmente negadas. La distinción entre topología vernácula e industrial en la que me baso la debo a Sigmar Groeneveld. El intercambio de ideas con Ludolf Kuchenbuch me sugirió nuevas percepciones sobre la historia de la pareja conyugal. De mis viejos amigos Ruth y Lenz Kriss-Rettenbeck (ambos etnógrafos e historiadores del arte) recibí un apoyo y estímulo constante; con ellos comparto el gusto por varios "maestros" del periodo entre Hugo de San Víctor y Gustav Kunstler. Parte de mi investigación fue hecha durante mi asociación con el Institute for Advanced Studies de Berlín. Susan Hunt trabajó conmigo en este manuscrito mientras ella preparaba su propio estudio sobre el género y el sexo .

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ACERCA DE LAS NOTAS TITULADAS

Las notas de pie fueron preparadas para mis estudiantes de un curso en Berkeley, en el otoño de 1982, y para quienes deseen usar el texto como guía para un estudio independiente. Cada nota de pie titulada* debe tomarse como una referencia para lectura, una tangente del texto, una puerta hacia la investigación ulterior. Seleccioné libros que me gustaría discutir con mis estudiantes e hice mención a otros de interés general. Algunos de los títulos que menciono los incluyo por la bibliografía que contienen o por la guía que dan sobre la historia, el estado actual de la investigación y la controversia en torno a la materia. Estas notas de pie no tienen la intención de probar sino de ilustrar y matizar mis argumentos; son glosas marginales escritas en contrapunto con el texto, guías de mis conferencias para los estudiantes que desean prepararse con la lectura de este libro. Las notas se relacionan con el texto de la misma manera en que antiguamente las questiones disputatae se relacionaban con la summa.

 


I SEXISMO Y CRECIMIENTO ECONÓMICO

La sociedad industrial crea dos mitos: uno sobre su genealogía sexual y otro sobre su tránsito hacia la igualdad. Ambos, según la experiencia personal de los humanos que pertenecen al "segundo sexo", son desenmascarados como mentiras. En mi análisis, empiezo con la experiencia de la mujer e intento construir categorías que me permitan hablar del presente y del pasado en una forma más satisfactoria.

Contrapongo el régimen de la escasez al reino del género. Argumento que la pérdida del género vernáculo es condición decisiva para el auge del capitalismo y un estilo de vida dependiente de mercancías industrialmente producidas. En inglés moderno gender significa ". . .una de las tres especies gramaticales que corresponde aproximadamente a la distinción por sexo (o a la ausencia de sexo) en la que se dividen los sustantivos según la naturaleza de las modificaciones que requieren las palabras con las que están sintácticamente asociados" (Oxford English Dictionary, 1932). El Diccionario Ideológico de la Lengua Española [Edit. Gustavo Gili, S.A., 1951] indica que género es "el accidente gramatical que sirve para indicar el sexo de las personas o de los animales y el que se atribuye a las cosas". También lo considera sinónimo de especie o clase; los sustantivos pertenecen a los géneros masculino, femenino o neutro. He adoptado este término para designar una diferenciación en la conducta que es universal en las culturas vernáculas. Distingue lugares, tiempos, herramientas, tareas, formas de lenguaje, gestos y percepciones asociados con hombres de las que están asociados con mujeres. Esta asociación constituye el género social porque es específico de una época o un lugar. Le llamo género vernáculo porque tal conjunto de asociaciones es tan peculiar de un pueblo tradicional (en latín, gens) como lo es su habla vernácula.
Utilizo la palabra género de una nueva manera para designar una dualidad tan obvia en el pasado que ni siquiera cabría darle un nombre y que hoy nos es tan distante que a menudo la confundimos con el sexo. Al decir "sexo" me refiero al resultado de una polarización en aquellas características comunes que, a partir de fines del siglo XVIII, se atribuye a todos los seres humanos. El género vernáculo siempre refleja una asociación entre una cultura dual, local, material, y los hombres y mujeres que viven conforme a ella. El sexo social, en cambio, es "católico"; polariza la fuerza de trabajo humano, la libido, el carácter o la inteligencia y es el resultado de un diagnóstico (en griego, una "discriminación") de las desviaciones de la norma abstracta, sin género, de "lo humano". Se puede discutir de sexo en el lenguaje no ambiguo de la ciencia, pero no del género, que alude a una complementariedad que es enigmática y asimétrica. Sólo la metáfora puede aproximársele.

La transición del dominio del género al del sexo constituye un cambio de la condición humana que no tiene precedente. El hecho de que el género pudiera ser irrecuperable, sin embargo, no es razón para ocultar su pérdida imputando el sexo al pasado, ni para mentir sobre las degradaciones enteramente nuevas que ha traído al presente.
No sé de ninguna sociedad industrial en la cual las mujeres sean económicamente iguales a los hombres. De cuanto mide la economía, la mujer obtiene menos. La literatura que trata de este sexismo económico se ha multiplicado recientemente hasta inundarnos. Documenta la explotación sexista, la denuncia como injusticia, normalmente la describe como una nueva versión de un mal ancestral, y propone teorías para explicarla provistas de estrategias correctivas. Con el patrocinio institucional de Naciones Unidas, del Consejo Mundial de Iglesias, de gobiernos y universidades, prospera la más moderna industria de crecimiento: los reformadores de carrera.


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Primero el proletariado, después los subdesarrollados y ahora las mujeres son las mascotas favoritas de "los que se preocupan". Ya no es posible referirse a la discriminación sexual sin crear la impresión de que se quiere contribuir a la economía política del sexo: quien no promueve una "economía no sexista", comparte el afán de solapar la economía sexista que tenemos. Aunque formularé mi argumento con base en la evidencia de discriminación, no quiero caer en ninguna de estas dos posiciones. Para mí, la búsqueda de una "economía" no sexista es tan absurda como aborrecible es la sexista. Aquí dejaré al desnudo la naturaleza intrínsecamente sexista de la economía como tal y esclareceré la naturaleza sexista de la mayoría de los postulados básicos sobre los que está construida esta "ciencia de los valores bajo el supuesto de la escasez".
Explicaré cómo todo crecimiento económico implica la destrucción del género vernáculo (capítulos 3-5) y se basa en la explotación del sexo económico (capítulo 2). Quiero examinar el apartheid y la subordinación económicos de la mujer, evitando las trampas sociobiológicas y estructuralistas que explican esta discriminación como algo inevitable, por factores "naturales"o "culturales". En tanto historiador, quiero rastrear los orígenes de la subordinación económica de la mujer; en tanto antropólogo, quiero captar lo que la nueva sujeción revela sobre el parentesco, cuando se da; en tanto filósofo, quiero aclarar lo que este patrón repetitivo nos dice sobre los axiomas de los prejuicios comunes, es decir, los que sustentan a la universidad contemporánea y a sus ciencias sociales.

No fue fácil dar forma a lo que tenía que decir. El lenguaje común de la era industrial resultó carente de género y también sexista; más de lo que imaginé al principio. Sabía que el género era dual, pero mi pensamiento sufrió constantemente la distorsión asociada con la perspectiva sin género que el lenguaje industrializado necesariamente refuerza.


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Quedé atrapado en una telaraña enloquecedora de palabras clave. Ahora veo que las palabras clave son un rasgo característico del lenguaje moderno, claramente distintas de los términos técnicos. "Automóvil" y "jet" son términos técnicos. He aprendido que tales palabras pueden desbordar el lexicón de un lenguaje tradicional. Cuando esto sucede, hablo de la criollización tecnológica. En cambio, un término como "transporte" es una palabra clave. No sólo designa un dispositivo; imputa, además, una necesidad básica.
Un examen de los idiomas modernos nos muestra que en su uso común las palabras clave son fuertes, persuasivas. Algunas son etimológicamente antiguas, pero han adquirido un nuevo significado, enteramente distinto al de su intención inicial. Tal es el caso de "familia", "hombre" y "trabajo". Otras palabras son de más reciente cuño, pero fueron originalmente concebidas sólo para uso especializado. En un momento dado se deslizaron al lenguaje cotidiano y hoy denotan un amplio campo de pensamiento y de experiencia. "Rol", "sexo", "energía", "producción", "desarrollo", "consumidor", son ejemplos bien conocidos.

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En todo idioma industrializado, estas palabras clave adoptan sentidos aparentemente comunes y cada idioma moderno tiene un conjunto propio de ellas que da a cada sociedad su perspectiva única de la realidad ideológica y social del mundo contemporáneo. El conjunto de palabras clave en todos los idiomas industrializados modernos es homólogo. La realidad que interpretan es fundamentalmente la misma en todas partes. Las mismas carreteras que conducen a las mismas escuelas y edificios de oficinas provistos de las mismas antenas de televisión, transforman paisajes y sociedades disímbolos en una monótona uniformidad. En forma muy semejante, los textos dominados por palabras clave se traducen con facilidad del inglés al japonés y al malayo.
Los términos técnicos universales que se han convertido en palabras clave, como "educación", "proletariado" y "medicina", significan lo mismo en todos los idiomas modernos. Otros términos tradicionales de campos lingüísticos muy distintos corresponden casi exactamente unos a otros cuando se utilizan como palabras clave en diferentes idiomas. Ejemplos de ello son "humanidad" y "Menschheit". Por lo tanto, el estudio de las palabras clave requiere de cierta comparación entre idiomas.

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Para explicar la aparición y la propagación de las palabras clave en un idioma, hube de aprender a distinguir el habla vernácula con la que nos familiarizamos a través de la interacción cotidiana con la gente que habla y dice lo que piensa, de la lengua materna enseñada, que adquirimos a través de profesionales contratados para hablar en nuestro nombre y con nosotros. Las palabras clave son una característica de la lengua materna enseñada, Son aún más enlaces que la simple estandarización del vocabulario y de las reglas gramaticales en su represión de lo vernáculo, porque su aparente sentido común da un barniz seudovernáculo a la realidad diseñada por la ingeniería. En consecuencia, en la formación de un lenguaje industrializado las palabras clave son aún más importantes que la criollización a través de los términos técnicos, porque cada una de ellas denota una perspectiva común a todo el conjunto.

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He encontrado que la característica más importante de las palabras clave en todos los idiomas es su exclusión del género. Por lo tanto, la comprensión del género, y su distinción del sexo (palabra clave), dependerá de evitar o de usar con cautela todos los términos que puedan ser palabras clave.
Así pues, cuando empecé a escribir este ensayo estaba lingüísticamente encerrado en un doble ghetto: no podía utilizar las palabras en la resonancia tradicional del género, ni estaba dispuesto a repetirlas con su actual connotación sexista. Me di cuenta de esta dificultad cuando intenté usar versiones previas de este texto para mis conferencias de los años 1980-82. Nunca antes tantos amigos y colegas habían intentado disuadirme de una tarea en la que me había embarcado. La mayoría consideraba que debía concentrar mi atención en algo menos trivial, menos ambiguo o menos escabroso; otros insistían en que, en la actual crisis del feminismo, las mujeres no era tema que debieran tratar los hombres.

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Tras escucharlos con atención llegué a ver que casi todos mis interlocutores se sentían incómodos porque mi razonamiento interfería con sus sueños: con el sueño feminista de una economía sin género y sin roles sexuales obligatorios; con el sueño izquierdista de una economía política cuyos sujetos fueran igualmente humanos; con el sueño futurista de una sociedad moderna donde la gente fuera plástica, donde la elección de ser dentista, varón, protestante o manipulador de genes mereciera el mismo respeto. La conclusión sobre la economía tout court evidenciada por mi perspectiva de la discriminación sexual trastornaba cada uno de esos sueños con igual intensidad, pues los deseos que expresan están hechos de un mismo material: economía sin género (véase el capítulo 7).
Una sociedad industrial no puede existir a menos que imponga ciertos supuestos unisex: los supuestos de que ambos sexos están hechos para el mismo trabajo, perciben la misma realidad y tienen, con algunas variaciones cosméticas de menor importancia, las mismas necesidades. Y el supuesto mismo de la escasez, que es fundamental a la economía, está lógicamente basado en este postulado unisex.

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Para que pueda haber competencia por el "trabajo" entre hombres y mujeres, se requiere redefinir el "trabajo" como una actividad apropiada para los humanos independientemente de su sexo. El sujeto en el que se basa la teoría económica es precisamente este humano sin género. Si se acepta la escasez, cunde el postulado unisex. Toda institución moderna, de la escuela a la familia y del sindicato al tribunal, incorpora este supuesto de la escasez, esparciendo así, por toda la sociedad, su postulado esencial unisex.

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Hombres y mujeres, por ejemplo, siempre han crecido; ahora, para hacerlo,necesitan de "educación". En las sociedades tradicionales maduraban sin que las condiciones para su crecimiento fueran percibidas como algo escaso. Hoy las instituciones de educación enseñan que el aprendizaje y la aptitud deseables son bien escasos por los cuales hombres y mujeres deben competir.

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Pero la educación, considerada como ejemplo de una típica necesidad moderna, implica más: supone la escasez de un valor sin género; enseña aun tanto el hombre como la mujer, cuando experimentan su proceso vital, son básicamente seres humanos necesitados de una educación sin género. Las instituciones económicas se basan así en el supuesto de la escasez de valores sin género, igualmente deseables o necesarios para neutros en competencia que pertenecen a dos sexos biológicos.

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Lo que Karl Polanyi llamó la "desimbricación" de una economía formal de mercado,lo describo, antropológicamente, como la metamorfosis grotesca del género en sexo.
Implacablemente, las instituciones económicas transforman los dos géneros en algo nuevo, en neutros económicos distinguibles únicamente por su sexo desimbricado. Un abultamiento característico pero secundario en los blue jeans es hoy lo único que diferencia y otorga privilegios a una clase de ser humano sobre la otra. La discriminación económica en contra de la mujer no puede existir sin la abolición del género y la construcción social del sexo.

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Esto es lo que quiero mostrar. Y si es cierto -es decir, si el crecimiento económico es intrínseca e irremediablemente destructor del género, o sea, sexista-, el sexismo sólo podrá reducirse "a costa de" la retracción económica.

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Más aún, la decadencia del sexismo requiere como condición necesaria, si bien insuficiente, la contracción del nexo monetario y la expansión de formas de subsistencia ajenas al ámbito de la economía y el mercado.
Dos motivos centrales nos impelían hasta ahora a adoptar políticas de crecimiento negativo: la degradación ambiental y la contraproductividad paradójica. Hoy nos presiona una tercera urgencia: el crecimiento negativo es necesario para reducir el sexismo.

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Este planteamiento es difícil de aceptar para los críticos bienintencionados que intentaron disuadirme de mi actual línea de argumentación; temían que pudiera hacer el ridículo o que sus sueños de crecer con igualdad parecieran fantasías. Creo, sin embargo, que es el momento de trastocar las estrategias sociales, de reconocer que la paz entre hombres y mujeres, cualquiera que sea su forma, depende de la contracción económica y no de una expansión. Hasta ahora, ni la buena voluntad ni la lucha, ni la legislación ni la técnica, han logrado reducir la explotación sexista característica de la sociedad industrial. Como mostraré más adelante, no se sostiene la interpretación de esta degradación económica por el sexo como una simple exacerbación del machismo en condiciones de mercado. Hasta ahora, siempre que se ha promulgado y aplicado legalmente la igualdad de derechos, siempre que el compañerismo de los sexos ha llegado a ser moda, tales innovaciones han producido una sensación de logro a las élites que las proponen y alcanzan, pero han dejado a la mayoría de las mujeres en la misma posición que antes, cuando no en peores condiciones.

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El ideal de una igualdad económica unisex está agonizando, al igual que el ideal de que el crecimiento conduce a una convergencia del PNB al norte y al sur del ecuador. Sin embargo, ahora es posible invertir la cuestión. En lugar de aferrarse al sueño de un crecimiento antidiscriminatorio, la razón exige buscar la contracción económica como política que propicie el surgimiento de una sociedad no sexista o, por lo menos, menos sexista. Al reflexionar, veo ahora que una economía industrial sin una jerarquía sexista es tan inconcebible como una sociedad preindustrial sin género, es decir, sin una clara división entre lo que hacen, dicen y ven hombres y mujeres. Ambos son sueños de opio, sin importar el sexo de quien los sueña. Pero la reducción del nexo monetario, es decir, de la producción y la dependencia de mercancías, no está en el reino de la fantasía. Tal repliegue, es cierto, significa la renuncia a las expectativas y los hábitos cotidianos hoy considerados "naturales al hombre". Mucha gente, incluyendo algunos que saben que dar marcha atrás es la alternativa necesaria al horror, considera imposible esta opción, pero un número rápidamente en aumento de gentes experimentadas, junto con un creciente número de expertos (algunos convencidos y otros oportunistas) coinciden en que es la decisión más sabia. La subsistencia que se basa en una desconexión progresiva del nexo monetario parece ser hoy una condición de supervivencia.
Sin un crecimiento negativo es imposible mantener el equilibrio ecológico, lograr la justicia entre regiones del mundo o fomentar la paz de los pueblos. Y, por supuesto, tal política deberá ponerse en práctica en los países ricos a un ritmo más acelerado que en los países pobres. Quizá lo más a que puede aspirarse es a alcanzar acceso igual a los escasos recursos del mundo al nivel que actualmente es típico de los países más pobres.

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La traducción de tal planteamiento en acción específica requeriría de una alianza multifacética de muchos grupos e intereses diversos que pretenden la recuperación de los ámbitos de comunidad, lo que yo llamo la "ecología política radical". A fin de atraer a esta alianza a quienes resienten la pérdida del género, estableceré el vínculo entre el tránsito de la producción a la subsistencia y la reducción del sexismo.
Para demostrar que existe una relación entre el sexismo y la economía, debo construir una teoría. Esta teoría es requisito previo para una historia de la escasez.

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A todo lo largo del ensayo, he preferido precisar el argumento teórico con ejemplos en lugar de recargarlo de datos. Recurriré a los primeros a fin de ilustrar la teoría y de estimular la investigación, y los datos--cuando los haya--quedarán integrados en las notas temáticas al pie de página. Debido a la novedad de este enfoque teórico y a la insuficiencia de estudios empíricos que adopten esta perspectiva, creí ocasionalmente necesario usar un nuevo lenguaje.

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No obstante, siempre que fue posible utilicé palabras viejas en formas nuevas para decir en precisión lo que exigieron tanto la teoría como la evidencia.
Mi teoría me permite oponer dos modos de existencia que denominaré el reino del género vernáculo y el régimen del sexo económico. Los términos mismos indican que ambas formas de ser son duales y que las dualidades son de clase muy distinta. Al decir género social me refiero a la dualidad circunscrita a un tiempo y un lugar que coloca a hombres y mujeres en circunstancias y condiciones que les impiden decir, hacer, desear o percibir "la misma cosa".

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Al decir sexo económico o social me refiero a la dualidad que se tiende hacia la meta ilusoria de la igualdad económica, política, legal o social entre hombres y mujeres. En esta segunda construcción de la realidad, como lo demostraré, la igualdad es casi pura fantasía. El ensayo, entonces, está concebido como un epílogo de la era industrial y sus quimeras. Al escribirlo llegué a comprender de otra manera --más allá de lo que vi en Tools for Conviviality, 1971 (La convivencialidad, 1974; Joaquín Mortiz/Planeta, 1985)-- lo que esta era ha destruido irremediablemente. Únicamente la grotesca metamorfosis de los ámbitos de comunidad en recursos se puede comparar con la del género en sexo. Describo esta última a partir de la perspectiva del pasado. Del futuro no sé ni diré nada.